El domingo 15 de mayo, Solemnidad de Pentecostés, el Papa Francisco hacía
público el Mensaje del Domingo Mundial de las Misiones 2016. Además, en el
Regina Coeli pedía por todos los misioneros y la misión de la Iglesia: “Que el
Espíritu Santo de fuerza a todos los misioneros ad gentes y sostenga la misión
de la Iglesia en el mundo entero. Y que el Espíritu Santo nos dé jóvenes, -
chicos y chicas- fuertes, que tengan ganas de ir a anunciar el Evangelio. Hoy
pedimos esto al Espíritu Santo”.
El
Mensaje del Papa para la próxima Jornada del DOMUND, que celebraremos el próximo
23 de octubre, lleva por título “Iglesia misionera, testigo de
misericordia”:
“Queridos
hermanos y hermanas:
El
Jubileo extraordinario de la Misericordia, que la Iglesia está celebrando,
ilumina también de modo especial la Jornada Mundial de las Misiones 2016: nos
invita a ver la misión ad gentes como una grande e inmensa obra de misericordia
tanto espiritual como material. En efecto, en esta Jornada Mundial de las
Misiones, todos estamos invitados a «salir», como discípulos misioneros,
ofreciendo cada uno sus propios talentos, su creatividad, su sabiduría y
experiencia en llevar el mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda
la familia humana. En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por
los que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y
experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de anunciar la
misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio» (Bula Misericordiae
vultus, 12), y de proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer,
hombre, anciano, joven y niño.
La
misericordia hace que el corazón del Padre sienta una profunda alegría cada vez
que encuentra a una criatura humana; desde el principio, él se dirige también
con amor a las más frágiles, porque su grandeza y su poder se ponen de
manifiesto precisamente en su capacidad de identificarse con los pequeños, los
descartados, los oprimidos. Él es el Dios bondadoso, atento, fiel; se acerca a
quien pasa necesidad para estar cerca de todos, especialmente de los pobres; se
implica con ternura en la realidad humana del mismo modo que lo haría un padre y
una madre con sus hijos. El término usado por la Biblia para referirse a la
misericordia remite al seno materno: es decir, al amor de una madre a sus hijos,
esos hijos que siempre amará, en cualquier circunstancia y pase lo que pase,
porque son el fruto de su vientre. Este es también un aspecto esencial del amor
que Dios tiene a todos sus hijos, especialmente a los miembros del pueblo que ha
engendrado y que quiere criar y educar: en sus entrañas, se conmueve y se
estremece de compasión ante su fragilidad e infidelidad. Y, sin embargo, él es
misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y es cariñoso con todas las
criaturas.
La
manifestación más alta y consumada de la misericordia se encuentra en el Verbo
encarnado. Él revela el rostro del Padre rico en misericordia, «no sólo habla de
ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo,
él mismo la encarna y personifica» (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia,
2). Con la acción del Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por medio
del Evangelio y de los sacramentos, podemos llegar a ser misericordiosos como
nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él nos ama y haciendo que
nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo de su bondad. La Iglesia es, en
medio de la humanidad, la primera comunidad que vive de la misericordia de
Cristo: siempre se siente mirada y elegida por él con amor misericordioso, y se
inspira en este amor para el estilo de su mandato, vive de él y lo da a conocer
a la gente en un diálogo respetuoso con todas las culturas y convicciones
religiosas.
Muchos
hombres y mujeres de toda edad y condición son testigos de este amor de
misericordia, como al comienzo de la experiencia eclesial. La considerable y
creciente presencia de la mujer en el mundo misionero, junto a la masculina, es
un signo elocuente del amor materno de Dios. Las mujeres, laicas o religiosas, y
en la actualidad también muchas familias, viven su vocación misionera de
diversas maneras: desde el anuncio directo del Evangelio al servicio de caridad.
Junto a la labor evangelizadora y sacramental de los misioneros, las mujeres y
las familias comprenden mejor a menudo los problemas de la gente y saben
afrontarlos de una manera adecuada y a veces inédita: en el cuidado de la vida,
poniendo más interés en las personas que en las estructuras y empleando todos
los recursos humanos y espirituales para favorecer la armonía, las relaciones,
la paz, la solidaridad, el diálogo, la colaboración y la fraternidad, ya sea en
el ámbito de las relaciones personales o en el más grande de la vida social y
cultural; y de modo especial en la atención a los pobres.
En
muchos lugares, la evangelización comienza con la actividad educativa, a la que
el trabajo misionero le dedica esfuerzo y tiempo, como el viñador misericordioso
del Evangelio, con la paciencia de esperar el fruto después de años de lenta
formación; se forman así personas capaces de evangelizar y de llevar el
Evangelio a los lugares más insospechados. La Iglesia puede ser definida
«madre», también por los que llegarán un día a la fe en Cristo. Espero, pues,
que el pueblo santo de Dios realice el servicio materno de la misericordia, que
tanto ayuda a que los pueblos que todavía no conocen al Señor lo encuentren y lo
amen. En efecto, la fe es un don de Dios y no fruto del proselitismo; crece
gracias a la fe y a la caridad de los evangelizadores que son testigos de
Cristo. A los discípulos de Jesús, cuando van por los caminos del mundo, se les
pide ese amor que no mide, sino que tiende más bien a tratar a todos con la
misma medida del Señor; anunciamos el don más hermoso y más grande que él nos ha
dado: su vida y su amor.
Todos
los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que
es don de Dios para todos. Esto es más necesario todavía si tenemos en cuenta la
cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución.
Los misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la
misericordia puede traer alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato
del Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar
todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20) no está agotado, es más, nos compromete
a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a sentirnos llamados a una nueva
«salida» misionera, como he señalado también en la Exhortación apostólica
Evangelii gaudium: «Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino
que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir
de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan
la luz del Evangelio» (20).
En
este Año jubilar se cumple precisamente el 90 aniversario de la Jornada Mundial
de las Misiones, promovida por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y
aprobada por el Papa Pío XI en 1926. Por lo tanto, considero oportuno volver a
recordar la sabias indicaciones de mis predecesores, los cuales establecieron
que fueran destinadas a esta Obra todas las ofertas que las diócesis,
parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de
todo el mundo pudieran recibir para auxiliar a las comunidades cristianas
necesitadas y para fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la
tierra. No dejemos de realizar también hoy este gesto de comunión eclesial
misionera. No permitamos que nuestras preocupaciones particulares encojan
nuestro corazón, sino que lo ensanchemos para que abarque a toda la
humanidad.
Que
Santa María, icono sublime de la humanidad redimida, modelo misionero para la
Iglesia, enseñe a todos, hombres, mujeres y familias, a generar y custodiar la
presencia viva y misteriosa del Señor Resucitado, que renueva y colma de gozosa
misericordia las relaciones entre las personas, las culturas y los
pueblos”.
OPRESS-ROMA
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